La Trampa de la No–Deuda

La Trampa de la No–Deuda

Uno de los mensajes que más profundamente está calando en la sociedad con motivo de la crisis económica que nos ha tocado sufrir es que los estados, entre ellos el español, se han endeudado en exceso y es la carga de esa deuda la que obliga a los recortes y a una austeridad que algunos tildan de austericidio. La gota que colmó el vaso para muchos fue, sin lugar dudas, la reforma constitucional que, con «agosteidad» y alevosía –y probablemente a instancias de–, llevaron a cabo PP y PSOE en 2011. Es posible entender esta reforma de nuestras normas de convivencia como una traición de nuestros representantes al establecer, como hace el renovado artículo 135, que el pago de la deuda es un prioridad absoluta de los presupuestos generales, por encima de otras provisiones públicas como la sanidad, la educación o la dependencia. Lo cierto es que resulta extremadamente complicado hacer convivir este artículo con el 1.1 también de nuestra constitución en el que España se constituye como un Estado social y democrático de derecho.

Quizás habría que añadir que pagará religiosamente. 

Esto ha llevado a muchos de los nuevos movimientos sociales y a aquellos partidos llamados a hacer nueva política a proponer –vehementemente– no pagar una deuda considerada ilegítima y, llegado el caso, no volver a recurrir a un mecanismo de emisión de deuda estatal que parece hipotecar o trasladar el coste de los fracasos de hoy a las generaciones futuras. En otra ocasión hablaremos del elemento «ilegítimo» de la deuda, que lo hay y no es un invento de radicales de izquierda pues es cierto que el pago de unos intereses a todas luces excesivos suponen una losa importante que entorpece la recuperación y, sobre todo, una recuperación socialmente aceptable.

El problema es que lo que debería estar claro y no lo está es que hay que pagar.

¿Por qué?

Porque necesitamos seguir endeudándonos.

Entiendo que semejante afirmación puede suponer cuanto menos un shock en los tiempos que corren, pero renunciar a la capacidad de endeudarnos es pegarnos un tiro en el pie que no nos podemos permitir. Esto se debe a que existen dos tipos de gasto en todos los ámbitos, desde el familiar al público, pasando por el sector privado. Estos son el gasto corriente y el gasto de inversión.

El gasto corriente implica que los beneficiados del mismo son los receptores de hoy y, por lo tanto debe afrontarse con los ingresos de hoy. En el ámbito doméstico podríamos hablar de unas entradas de cine, la comida o la gasolina. En el sector privado serían ejemplos de gastos corrientes las y los gastos operativos como la luz el agua o el alquiler de un local o nave. En el caso del sector público sirven como ejemplo las nóminas de los funcionarios o el plan pive de apoyo al consumo.

Ahora bien, no todos los gastos consumen su uso de forma tan rápida sino que extienden su beneficio a lo largo del tiempo, sino que existen los gastos de inversión que se amortizan a lo largo del tiempo. Comprarse un coche o una casa una familia o adquirir bienes de equipo como ordenadores y máquinas una empresa ofrecen beneficios a lo largo del tiempo. Del mismo modo, una carretera que se paga en el momento en el que se construye desarrolla su vida útil a lo largo de décadas o un gasto en I+D+I puede no resultar rentable al principio pero puede serlo en el futuro. Por ello, del mismo modo que necesitamos pedir un crédito o una hipoteca para compra un coche o una casa, o las empresas recurren a soluciones financieras para muchos de sus gastos el sector público no debería emplear sólo sus ingresos corrientes para costear sus gastos de inversión.

Del mismo modo que resulta una temeridad endeudarse para comer, financiar los gastos corrientes si que supone trasladar el coste a las generaciones futuras de unas prestaciones cuyos beneficios no van a percibir. Pero resulta igualmente injusto imponer a la generación actual la responsabilidad de gastar por y para las generaciones futuras.

Además, lo cierto es que no acudir a la emisión de deuda supone recortar las capacidades de un estado que sólo podría gastar lo que ingresa a través de impuestos, lo que implica que, probablemente, no se podrán abordar muchos de los gastos del Estado del Bienestar que son gastos de inversión o bien habría que desviar y recortar gastos corrientes hacia provisiones más a largo plazo. En definitiva, habría que ahorrar antes de acometer la inversión pero, del mismo modo que la mayoría de nosotros jamás ahorraremos lo suficiente para comprarnos una casa, el estado no debería postergar inversiones necesarias por no disponer en un momento puntual del capital necesario para hacerlo.

En resumen, soy de la opinión que renunciar al mecanismo de deuda como opción política e ideológica debido a los abusos que los grandes poderes económicos como los inversores o la banca hayan podido cometer a través de ella es correr un riesgo. En lugar de liberar al estado de una carga, posiblemente sea seguirle el juego al neoliberalismo desmesurado que se pretende combatir, porque debería ser obvio todo lo que sea quitarle recursos y posibilidades al sector público supone una reducción del mismo. No en vano, una salida social de la crisis pasa por reestructurar y actualizar a mejor el Estado de Bienestar en el nuevo mundo global, no por destruirlo y arrebatar al estado los mecanismos para enfrentarse a crisis como esta.

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